sábado, 22 de septiembre de 2007

ROMA. 17/09/2007.


Sobre mi llegada a la ciudad hay que profundizar poco. Eso es lo que intento, me digo: No pienses, no pienses, no pienses. Dispérsate en lo que sea, que cuando vuelvas a ser consciente de lo que estás viviendo ya lo tendrás asimilado. Y es que ha sido eso lo que me ha mantenido los últimos meses: una parra muy muy grande de la que no me he bajado. Probablemente me quedé mudándome en junio en Madrid. Quiero decir: mi consciencia se quedó en esa mudanza. Empezó el verano, lo que quería era tranquilidad. Así que pasé por Marruecos y allí flotó mi historia, se dispersó en el azul. Luego en La Palma volvió a dispersarse en el azul, esta vez del mar: 8 p.m. en el Atlántico, plena ola de calor. Y de ahí pasé agosto, currando, estudiando, en casa con "los míos". Volví a Madrid, me examiné, regresé al calor y me reencontré con "los otros míos". De la consciencia no hay noticias. El último finde ha pasado como una película en la que yo era la que sentía y la que miraba. Ha sido eso: las cosas pasaron por delante de mis narices. Esta mañana llegué al avión y lo pensé. Pensé en Madrid, en mi despiste de últimamente, y en aquella tarde azul de verano. Pensé que me iba. Tuve claro que no es que no quisiera irme, sino que controlaba la situación mucho menos que cualquier otra despedida que haya tenido antes. Y probablemente por eso mis pocas ganas de profundizar. La llegada a la ciudad ha sido así: tren, coches, maletas, hotel extraño; olor a vinagre y Mira Quién Baila en la tv. Sueño y cansancio. Humedad y paseos. Tristeza y alegría. Y la tristeza no es por estar aquí, sino por los que están allí.



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